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Cuando era pequeño, había una máxima familiar que se cumplía a rajatabla: llegar al aeropuerto con una hora de antelación. “Por si acaso”, decían, desdeñando mis quejas. Lamentablemente, ahora que soy adulto, ese colchón horario, esa franja de seguridad, ese airbag anti imprevistos no solo no se ha reducido, sino que se ha ensanchado para hacer frente a los desajustes habituales de la era ‘lowcost’. Por cierto, de niño me encantaban los autobuses que te conducían al avión. Ahora, en cambio, clamo al cielo cada vez que nos escatiman el ‘finger’ para ajustar costes. También me ignoran.

En todo caso, está claro que he cambiado. También la sociedad, la tecnología y la industria aeronáutica lo han hecho. Todo evoluciona, pero las esperas en la sala de embarque continúan siendo las mismas. ¿Y entonces qué? Como me niego a comprar nada en el ‘dutty free’ –aunque sigo haciendo ojitos, igual que años atrás, a esos Toblerone gigantes– solo me queda una opción para matar el tiempo: observar.

Así que miro a la pista para comprobar si nuestro avión ya está allí, espío a los empleados de la aerolínea para ver si su actividad se acelera o sigue en modo pachorra y, sobre todo, examino al resto de pasajeros. Y siempre llego a una misma conclusión: No me extraña que el mundo funcione tan mal.

Me refiero especialmente a aquellos personajes que nada más llegar a la puerta de embarque, a pesar de que nada indique que haya llegado el momento, deciden ponerse a hacer cola. Y eso que hay decenas de personas que han llegado mucho antes y han tenido el sentido común de sentarse a esperar. Pero ellos no, tienen que ser siempre los primeros. Seguro que son los mismos que plantan la toalla en primera línea de mar a pesar de que lleguen a la playa al mediodía.

Como consecuencia, otro grupo de personas, los ansiosos o temerosos, los que querrían haberse colocado los primeros de la fila pero no se han atrevido, se levantan también. Ante este panorama, la gran mayoría decide levantarse también,“como lo hace todo el mundo”. El resultado es que todos esperaremos de pie durante más de 20 minutos de pie porque nadie ha sido capaz de pensar en el bien común.

Culpo a los pasajeros (yo incluido), pero también a las compañías aéreas, indolentes e incapaces de encontrar un sistema justo y racional de acceder al avión. Mientras esto sucede, sueño en dar un paso adelante, subirme a una silla megáfono en mano y tomar las riendas del asunto. Un discurso inspirador, una llamada al compromiso colectivo, un par de indicaciones claras… Y todos esperando cómodamente a embarcar. No creo que me atreva nunca, aunque mi yo infantil estaría contento: seguro que no se aburriría.


Artículo de opinión publicado en el suplemento de verano Destinos de El Periódico de Catalunya (Junio 2018).