El objetivo vital de un domingo cualquiera de febrero debería ser buscar una esquina soleada y absorber toda la energía posible antes de volver a buscar refugio bajo techo. Pero en este invierno disfrazado de primavera, un domingo cualquiera de febrero equivale a uno de mayo y, por lo tanto, miles de barceloneses (y el triple de turistas) enfilan hacia la Barceloneta para disfrutar de una mañana junto al mar. Camino a ello, una imagen nubla la jornada idílica: una doble fila de manteros ocupa el paseo Joan de Borbó prácticamente desde el Museu d’Historia de Catalunya hasta la misma arena.
Algunos turistas pican y se prueban unas Nike falsificadas, mientras los pareos extendidos tiñen de color ese asfalto gris tan anodino. Por lo general, los barceloneses arrugan la nariz y comentan que esto no puede ser, con una contundencia que va de menor a mayor según el perfil ideológico. Es decir, del “es un problema complejo fruto de la desigualdad global, pero se tiene que encontrar una solución” al “es indignante, se tendría que expulsar a toda esta gente y la alcaldesa tiene que dimitir ya”, Y entremedio, múltiples matices.
La realidad obviamente siempre depende del punto de vista, pero también de dónde se coloca el foco. O mejor dicho, donde nos lo colocan, porque igual que sucede en el teatro, siempre hay un director que decide qué parte de la escena se quiere iluminar. En esta mañana de febrero, las miradas se dirigen a la enorme fila de manteros y a una mercancía que se va repitiendo sucesivamente, para convencer a base de reiteración al potencial comprador, aún indeciso.
Pero si el foco está dirigido a tierra, a los manteros, significa que otro punto del escenario queda en la oscuridad, ajeno a las miradas del espectador. Y en este caso, lo que no se ve, lo que no importa es el mar. ¿Y qué hay en el mar? Decenas de yates propiedad de multimillonarios globales atracados en la marina de lujo del Port Vell, la mayoría de ellos bajo bandera de las Islas Caimán. No hace falta ser Elliot Ness para intuir que esto no lo hacen por amor a este archipiélago caribeño, sino para evadir impuestos. Y cuando se está hablando de yates que cuestan varios millones de euros, los impuestos que se dejan de pagar son más que notorios.
Pero a nosotros, a los ciudadanos de a pie, a los que simplemente queremos aprovechar que febrero se ha vuelto loco para dar un paseo y tomar un vermut en la Electricitat (si es que no se encuentra hasta los topes), nos molesta más que se venda un Louis Vuitton falsificado en la calle que un millonario evada impuestos a través de sociedades pantalla en paraísos fiscales. Y que este truquillo le permita tener un yate aún más grande porque, oye, la vida está para disfrutarla.
Quizás es porque ya estamos acostumbrados. O porque nos colocan el foco en el lugar equivocado.